Estaba apoyado en la acera de enfrente del bar donde se dio la fiestuqui de presentación de esta casa. A través de la cristalera del bar podía ver seres del pelaje habitual de los parroquianos de ese tugurio. Ya los describimos en otra ocasión, paso de volver a las andadas. En el sofá más próximo a la ventana estaba sentada una pareja netamente guiri. Él, sin duda con un dominio que lindaba con la maestría del secador de pelo, estaba peinado con un tupé impecable y rubio como sólo alguien nacido en un estado de bienestar puede serlo, vestía pantalones anchos y un jersey a rayas horizontales. Ella, pelo más corto que su chorbo, con pantalón pitillo, mocasines, camisa a cuadros y, cómo no, unas gafas horrorosas. A pesar de que todo indicase lo contrario, no parecían mala gente. Gilipollas, tal vez. Pero eso tampoco es malo. Ambos estaban hojeando sendas revistas mientras discurría por la calle Amor de Dios el desfile procesional de la Sagrada Lanzada. Si no de qué iba a estar yo allí parado. Ahora cuando lleguen los pasos estos dos van a flipar, me dije. Dos chavales que, al parecer, tienen inquietudes culturales. Viajan, se mueven, no van a locales típicos para turistas, sino que condescienden y se mezclan con los estratos más bajos de la sociedad de acogida. Querrán conocer cosas nuevas. No es que no salieran del bar para ver los pasos cuando atravesaron la calle, es que ni levantaron la mirada de las putas revistas que tenían entre manos. Y me parece muy bien. Libertad individual. Pero gente que, a lo mejor, se le cae la baba con la artesanía de cuatro negros muertos de hambre de islas perdidas del Pacífico que manufacturan figuritas votivas con excrementos de buey y después pasan por completo de la Semana Santa, me toca los cojones, qué le vamos a hacer. Vamos a ver, mi arma. Te duelen los huevos de quejarte de la globalización, de la aculturación, de la pérdida de identidad de los pueblos en aras de un modelo unificador y sin identidad, ahora que tienes la oportunidad de ver una fiesta popular única, que en tu tierra no hay nada parecido ni por el forro, que viene celebrándose desde hace siglos, que, en lo fundamental, ha mantenido su identidad contra viento y marea, ¿y te suda el nabo y sigues leyendo el “Telva”, el “Secadores & Lacas para el hombre de hoy” o lo que pollas tuvieses entre manos? ¿Tanto largar por esa boquita para meterte en un Starbucks o en bares cuyo modelo es ese, el de una multinacional? Yo me cago en Dios, hombre.
Calentito como iba por el “Panaderogate” del Miércoles Santo pasado, esto fue lo que me pasó por la cabeza con la conducta de mis amigos los turistas. Más sereno, concedí que, bueno, motivos para no soportar esta fiesta claro que hay. Alguien que viva en el centro, sin necesidad de que sea Semana Santa, es raro el fin de semana que no tiene que soportar procesiones de hermandades de gloria, procesiones de hermandades sacramentales, procesiones conmemorativas, procesiones de coronación, procesiones conmemorativas de una coronación, viacrucis, ensayos de bandas de cornetas y tambores, certámenes de bandas de cornetas y tambores, traslados de las parihuelas de los almacenes a los locales de ensayo y, por supuesto, ensayos, muchos ensayos de cuadrillas de costaleros que cortan el tráfico o no permiten su normal discurrir por un casco histórico que, sin ayuda de nadie, parece diseñado a propósito para facilitar embotellamientos y retenciones. Ahí, sí, para qué nos vamos a engañar, ahí sí entiendo cierta aversión. Y que haya que soportar estas situaciones sin mover un músculo porque “es algo de toda la vida”. Pues mire, no. Pasando por alto que este argumento es una falacia ad antiquitatem de manual, a algunos nos gustaría saber qué período de tiempo es eso tan ambiguo de “toda la vida”. La Semana Santa actual, con cofradías en la calle todos los días desde media mañana hasta la madrugada, es así desde los años 90 del pasado siglo, igual que las calles colapsadas ante el paso de procesiones que no son de las más famosas.
La imagen de arriba no es una recreación de un posible holocausto en el que sólo quedan vivos unos cuantos nazarenos en Sevilla. Es la hermandad de Los Gitanos pasando por la carrera oficial en 1973. Las nóminas de nazarenos, hasta finales del siglo XX, en contadísimas ocasiones superaban los mil miembros. Tres cuartas partes de las hermandades que hoy hacen estación de penitencia a la Catedral se fundaron en el siglo XX, con especial florecimiento en la época del nacionalcatolicismo, o son producto de refundaciones de principios del XX que, sin embargo, toman como oficial la fecha de la corporación desaparecida que siglos después recuperaron. Las hermandades mudan de carácter con suma facilidad. Algunas muy serias, como la Amargura o la Mortaja, eran la alegría de la huerta hasta hace relativamente poco. Las Cigarreras iba de hermandad trianera hasta mediados de los 90 para cambiar a un estilo mucho más sobrio. Llamar “de siempre”, “de toda la vida”, “esto es así y punto y ahora no lo vas a cambiar” a algo que muta constantemente y que adquiere su dimensión actual hace menos de veinte años no parece una argumentación muy plausible.
Y en cuanto al tema artístico, que después el pobrecillo que me pide estos desvaríos se caga en mis muertos con toda la razón del mundo porque le mando lo que me da la gana, ahí, cierto es, Sevilla, en lo que a arte cofradiero se refiere, se quedó en el siglo XVII. Debe de ser un caso único en el mundo. Una ciudad en la que se sigue esculpiendo, bordando, pintando y escribiendo pregones como se hacía en tiempos de Calderón de la Barca. Desde el XVIII a hoy, todas las imágenes se remiten a un modelo superado y caduco, agotado, que nada puede aportar tres siglos después a la historia del arte. Aunque, personalmente, prefiero seguir anquilosado en el XVII porque no me imagino una escena de la pasión de Cristo diseñada por Alexander Calder, aunque una estructura móvil colgante de un palio tal vez tuviera su aquel. Al fin y al cabo, en Málaga hay un cristo que, gracias a un mecanismo interno, bendice a un preso indultado. Del que sí que no me quiero imaginar qué haría con un paso es Duchamp. No iba a ganar para demandas amparadas en el artículo 525 del código penal de la muy católica España.
No obstante, sin salir de estos cánones establecidos, tampoco podemos decir que la impronta que dejan los pasos de la Semana Santa sevillana sea inmutable desde hace siglos. Los pasos de virgen, hasta hace poco más de cien años, si el propósito era mover a compasión, cumplían su papel con el rigor de un cirujano. Es Juan Manuel Rodríguez Ojeda quien empieza a bordar palios sin basarse en el color negro, el único aceptable entonces por su rigor, y convierte estos pasos en lo que hoy conocemos. Se aleja de la ortodoxia, de lo rancio, de lo de toda la vida, y renueva la Semana Santa de arriba a abajo, pues su labor fue extensiva a casi todos los aspectos de un desfile procesional. Igualmente ocurrió con los pasos de cristo. La hermandad del Calvario, una de las más serias, también refundada a finales del XIX como tantas otras que fijan sus orígenes en Trento, estrenó su actual paso de cristo en 1909. Si le preguntásemos a cualquier chaval de Sevilla Este que por vestir traje el Viernes Santo, peinarse con raya alta y gomina ya cree que tiene tres cortijos e indulgencias plenarias a la estupidez, qué opina de este paso, nos diría, sin duda, que refleja la esencia pura de la Semana Santa sevillana. Canastilla en caoba que, durante la madrugada, transcurriendo por calles poco iluminadas, no es más que un monte negro como la muerte, difuminándose en la noche la industria labrada por la gubia para que todas las miradas vayan al cristo muerto que, en su serenidad, iluminado sólo por tres austeros hachones, mueve a la reflexión y la oración. Respondería así o en un estilo todavía más pasado y grasiento, nunca se sabe. Pues bien, ese paso fue un auténtico escándalo en la Sevilla de hace cien años. No gustó prácticamente a nadie, se le apodó “mesa de billar boca arriba”, era poco menos que una traición al estilo sevillano de cristo alumbrado por faroles sobre la canastilla. Hoy, es un modelo que han adoptado muchas otras cofradías.
Por último, la Semana Santa de Sevilla, en el fondo, no tiene nada que ver con la Iglesia. Este punto, curiosamente, es el único que negarán y en el que se pondrían de acuerdo rancios y modernitos. La Semana Santa de Sevilla, es una fiesta popular. Que se resiste y de momento consigue torear las injerencias de purpurados preservando su carácter. Durante siglos ha conseguido sustraerse a intentos de apropiación o interpretación que intentaban apropiarse de su arraigo entre los sevillanos. Es la exaltación de una identidad y una cultura que hunde sus raíces en un pasado de atraso y marginación pero que, por una vez al año, acompaña a la imagen de su barrio, desde la parroquia que le suele dar nombre, y toma las calles de su ciudad como acto de reafirmación de un colectivo y, no olvidemos que muchas hermandades tienen un origen gremial, un estrato social. Y poco importa que la imagen venerada no sea más que unas manos y un busto más una estructura esquemática cubierta de alamares, o que sea de estilo barroco del XX. Por encima de todo es la imagen que vertebra su barrio o collación, que los identifica, que los cohesiona como colectivo. Es un vecino más del barrio que, como tantos otros andaluces, se ve injustamente apresado, juzgado y condenado. La Semana Santa de Sevilla es una manifestación etnográfica de folklore popular como muy pocas quedan ya en este mundo globalizado e hiperconectado, donde todas las calles principales de las grandes ciudades se replican unas a otras y donde ya casi nada nos sorprende, por repetido. Y, además, es completamente gratis.
Por Pep Llop // Ilustración: Alfonso Barragán
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