El viaje de regreso de Quentin Gas y los Zíngaros

Texto: Joaquín DHoldan // Fotos: Miguel Jiménez

La palabra regresar significa volver al punto de partida, también significa restituir una cosa a su dueño. Hay quien afirma que los viajes comienzan al volver. Luego del recorrido, uno llega a su casa, cierra los ojos, repasa las imágenes, piensa en el camino y entonces el viaje tiene sentido. Por el contrario, otros confunden el concepto de viajar como una colección de lugares, o peor aún, una colección de fotos de lugares (cuanto más cantidad mejor), en las que uno pone diversos gestos (cuanto más cantidad mejor) para ser vistos por los demás.

El grupo de rock Quentin Gas y los Zíngaros ha viajado mucho. Por ejemplo, esta entrevista fue realizada después de una gira por Marruecos. Sin embargo, el viaje que le propusimos a Quentin (líder y creador de la banda) era más complejo, de esos que no todo el mundo se atreve a realizar. Quizás cercano en distancia pero atravesando el tiempo. Incluye a la vez, el recuerdo de un viaje que él realizó hace unos años.

En los orígenes se puede explicar mucho de lo que se evidencia en el presente. En algunos lugares la palabra recordar (que significa volver a pasar por el corazón) también se usa como sinónimo de despertar.

Cuando escuchamos cualquiera de los discos de Quentin Gas, desde Big Sur hasta Caravana los asociamos con un concepto que fue revolucionario pero luego ha sido llevado a lugares lejanos al riesgo, incluso comerciales. La fusión ha dejado hace años de ser una idea loca para ser usada como bandera por grupos que toman de referencia grupos de fusión para hacer su propia mezcla. Hace algunos años, una gran cocinera, me dijo que la gente cree que cocinar bien es saber mezclar, pero ella sabía que cocinar bien era saber elegir productos puros y de calidad. Por eso esta banda llama la atención. Por eso nadie queda indiferente a sus conciertos en vivo. Porque logran un sonido nuevo que, más allá de la fusión, está basado en el conocimiento profundo del rock, y el encuentro, igual de radical, del flamenco más intenso. Dos géneros que de por sí, te pueden robar la vida, pero además llevados a un sonido muy psicodélico. Sabía bien lo que definía el psicólogo británico Humphry Osmond cuando decía que la psicodelia era la “manifestación del alma”.

Salimos rumbo a Lebrija en plena tarde. A mitad de camino una nube de humo negra teñía el cielo, el sol se transformó en una bola roja. Tuvimos un pequeño debate sobre si era un incendio o un granjero quemando matojos. Anunciando vísperas de noche de brujas, entre la bruma un cartel señalaba El fantasma. Si nos ponemos susceptibles, todos los nombres de los pueblos son inquietantes. Incluso Dos hermanas, luego uno descubre que Elvira y Estefanía Nazareno hallaron la imagen de Santa Ana y por eso el gentilicio de esa ciudad, y todo vuelve a ser candoroso. Todo menos el olor a quemado, que da fuerza a la teoría del incendio. Aún así, antes de una hora llegamos a Lebrija, y fuimos directos a la casa de la familia de Quentin. Hubiéramos podido saber cuál era por el sonido. Se escuchaba un compás, varios taconeos, alguien que contaba 1, 2, 3…1, 2, 3, los ladridos de una pequeña perrita que descubría un olor familiar. Entrar allí, es entrar a la casa de Concha Vargas. Además del gusto de conocerla, pudimos ser testigos de varias maravillas. Una es ver a una madre andaluza en acción: una mujer que mientras enciende un cigarrillo, da una indicación a una alumna, pide un recado a un hijo, se preocupa por el bienestar de otro y les sirve algo a los invitados. Otra es que, un minuto antes de nosotros pedirlo, nos dijera “si quieren les bailo”. Y como si de respirar se tratara, nos regalara una maravilla de tres minutos que explica sin esfuerzos toda una vida dedicada al baile.

La madre de Quentin es Concepción Vargas Torres, bailaora gitana, más conocida en el mundo del arte del baile flamenco con su propio nombre artístico de Concha Vargas, la Gran dama gitana del baile flamenco. Se ha dicho que es al baile lo que Fernanda de Utrera al cante. Vimos las fotos, cuidadosamente repartidas en el suelo del estudio (una idea decorativa que descubrió de joven en un viaje a Nueva York), en las que vemos cierta repetición en la presencia de Quentin, incluso un poster en donde se la ve bailando frente la banda. Nos contó su temprano origen artístico con doce años, en El Gazpacho de Morón al lado de maestros como Diego del Gastor, Chocolate, Terremoto y las Hermanas de Utrera, Fernanda y Bernarda. En 1974 se traslada a Madrid contratada por Manolo Caracol para formar pareja artística con el bailaor, El Güito, en Los Canasteros. Allí es invitada por Mario Maya a ser su partenaire en la obra Camelamos naquerar, espectáculo con el que realiza una gira por Europa y América, y que significa el primer peldaño de una carrera tan prestigiosa que la llevaría, años más tarde, a bailar delante de Indira Gandhi y de Juan Pablo II en el Vaticano. “La reina de la noche”, “La reina de Jerez”, los recortes de los titulares hablaban por sí mismos. Y la pregunta era evidente “¿Quentin podía haber sido bailaor?”. Algunas fotos lo situaban en un estudio como ese, en ellas parecía estar tirando una patadita, pero nos cuentan que estaba diciendo que no. “Era un niño muy tímido” dicen al unísono. “Yo quería que bailara, no profesionalmente, eso no se sabe, pero en alguna fiesta, con amigos… pero no quería saber nada”. Ya tenemos la primera pista. Un niño introvertido que se encierra en el rock.

Aún así, la presencia de Concha es tan potente que parecía increíble no verse tentado en absorber algo de ese arte desbordante. Y algo hay porque antes de salir Quentin se giró y le dijo “Luego hablamos de una idea que estoy pensando”.

Es fascinante caminar por las calles de los pueblos. La luz del crepúsculo hace que el otoño sea más lento y logre manifestarse un poco, enfriando apenas el aire. El saludo que llega de todos los rincones. El tema es evidente, una madre con esa potencia, la presencia del flamenco en la niñez, la llegada de la adolescencia. “No quería saber nada. Me metí de cabeza en el rock. No sé si era rechazo, quizás la necesidad de búsqueda. Pero si bien era rock, buscaba la versión más pura del mismo. Luego a los veintitantos, no escuchaba flamenco, pero tampoco lo rechazaba”. Una hermana cantaora, otro guitarrista, era extraño no ver una guitarra y tocar algo diferente. Pero fue lo que sucedió. Cuando su hermano chico no estaba, Quentin cogía su guitarra y buscaba sonidos, y componía canciones, pero siempre dentro del rock. Sus primeras letras, en castellano y con contenidos del tipo cantautor que hasta el día de hoy su madre reivindica como la puerta hacia el éxito mainstream. Nos lo cuenta entre risas “Hasta que no me hagas caso…”

Luego comenzó las clases de guitarra encauzadas a lo que quería tocar. La primera canción que tocó fue Depende. Toda una señal. Era interesante la reacción de la familia, frente a esa rebeldía musical. Su padre decía: “Tu tranquilo, que cuando te entre la vena del flamenco, te va a entrar pero bien”.

Entramos a El Bocho, el bar emblemático del barrio, con las paredes forradas de fotos de artistas flamencos. Imaginaba al joven Quentin escuchando rock en ese entorno, era una imagen curiosa, pero fue allí, recordando en voz alta cuando descubrimos el instante, incluso gráfico, en que su propuesta musical adquirió entidad. Fue en un regreso. Un viaje similar al que estábamos repitiendo. “Vivía en Sevilla, en la calle Pozo y perdí mi trabajo. Me tuve que venir a vivir aquí. Estaba en mi casa, en mi cuarto, con los cascos puestos, metido en mi mundo, en mi rock, y cuando me abría los cascos y los separaba de mis oídos, el sonido de mi casa era el que acabamos de oír, ese zapateo continuo, ese compás, mi hermana cantando todo el día. Me ponía los cascos y sonaba Led Zeppelin y me los quitaba y estaba metido en el mundo del flamenco y entonces supe que había encontrado algo”. Esa reconciliación con las raíces fue el punto de partida con su propuesta, que lejos de nacer de grupos de fusión, germina en un hecho casi físico, de una combinación pura, radical.

Pensaba que vaya la de años desperdiciados por vivir de espaldas esto. Mi obsesión fue recuperar ese tiempo y tratar de aportar algo nuevo”.

Quentin Gas y Los Zíngaros no hace una fusión en la que prima una música sobre otra, logra el equilibrio para que su propuesta, una banda de rock que transforma el flamenco, use su sentimiento y su experiencia. Eso se puede disfrutar con claridad en Caravana, un recorrido musical, similar al que hacemos hoy, pero por la historia del pueblo gitano, desde la India hasta Europa, un viaje, un regreso, una vuelta al origen para poder despegar.

“Si no haces rock de los 50 ya es un rock experimental, si no haces blues de Robert Johnson lo mismo, el flamenco es igual, hay que ir a la raíz. No se puede buscar en algo ya elaborado y mezclado, eso ya está toqueteado. Lo especial está en la raíz. Caravana, que tiene musicalidad hindú, no se entiende sin el viaje, era imposible sin mi familia”.

Seguimos caminando por las calles. Ya de noche, reflexionando sobre otros artistas que confrontaron pureza y fusión. Tiene mucha razón Quentin cuando apunta “ese riesgo es posible cuando se conoce y se controla a fondo ambos estilos”.

Aunque la raíz flamenca fue recuperada de forma oportuna, es evidente que estamos frente a un músico de rock, tanto su estilo, como sus gustos, están llenos de referencias en inglés, en su caso el estilo al que se recurre para pedir prestado es al flamenco. También le sucede en el pueblo, algún amigo lo saluda y le comenta que lo siguió en las redes sociales en su gira y que lo tiene que ir a ver en vivo. Es de allí, pero también es un forastero.

De nuevo en su casa seguimos escuchando taconeos. Como la marcha de un pueblo errante. Desde la ventana se ve la portada de Big sur trabajo de Ruvén Afanador. Una foto más en la galería de los suelos de madera, resistente a los taconeos continuos, testigo de un cambiante grupo de alumnos y alumnas.

La energía de esa casa explica el impulso hacia el riesgo. Es fácil imaginar al frontman de una banda de punk como Los News (la otra banda de Quentin) dando un salto hacia un proyecto así cuando se respira ese entorno.

Tenemos la sensación de haber encontrado la clave, de haber disfrutado de la inspiración que significa el camino recorrido con ansias de disfrutar la música sin miedo.

Llega la hora de volver y el músico nos dice que se quedará unos días por allí.

Lo despedimos recortado en el paisaje. Entendemos su atracción hacia el cine o las expresiones artísticas que llevan al límite los sentimientos. Quentin forma parte de Lebrija con la misma naturalidad que del centro de Sevilla, y al mismo tiempo con la sensación de venir de un lugar más profundo y lejano. La estética hindú se mezcla con las leyendas, el bindi, ese punto hindú con que se suele decorar la frente puede ser también la marca que, según Saramago, Dios le hizo a Caín, del que algunos dicen, descienden los gitanos.

Volvemos escuchando su música con una perspectiva diferente. Con la verdad que tiene la magia cuando se hace terrenal, la electricidad que hace tierra para que puedas seguir vivo.

“No hay una sola realidad”, canta en La luz del silencio. Volvemos a cruzar el humo de la autovía, dejamos atrás el “ritmo hipnótico de un amanecer sin tiempo”, como dice en su canción Deserto rosso. Quentin se queda en casa, atrapado y libre, seguro y dispuesto al riesgo, podemos apostar que seguirá componiendo música emocionante, cada vez más pura, cada vez más moderna.

Puedes escuchar a Quentin Gas y los Zíngaros pinchando AQUÍ

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