Guillermo Weickert es uno de esos artistas difíciles de encasillar porque él mismo se ha ocupado de no quedarse estancado en ninguna casilla. Actor, bailarín, coreógrafo… creador escénico, al fin y al cabo. Guillermo es una de las figuras imprescindibles de las artes escénicas con el que tenemos la suerte de contar en Sevilla aunque sus proyectos, tanto en el resto de España como en otros países, lo mantengan siempre con la maleta a cuestas.
En 2013 estrenó en el Festival Internacional de Danza de Itálica «Lirio entre espinas», la última producción de su compañía. Los que tuvimos la suerte de asistir a este espectáculo lo recordamos como algo mágico, casi místico, un placer de aquellas noches de verano en el que en el monasterio de San Isidoro del Campo sonaban los ecos de unos cuerpos que se movían en un engranaje perfecto de trajes de esparto, voces ancestrales y música contemporánea. Aquellos cuerpos parecían hablar de nuestros cuerpos, de todos los cuerpos de la historia, también de los de aquellos monjes que reposaban algunos metros bajo los pies de los bailarines en aquel claustro y que siglos atrás habían traducido, a escondidas de la Inquisición, la primera Biblia al castellano. En esta Biblia, la Biblia del Oso, Guillermo encontró una de las versiones más sensuales de «El cantar de los cantares» que le sirvió como punto de partida para la creación de «Lirio entre espinas».
Ahora, dos años después y para suerte de aquellos que no pudieron disfrutar del espectáculo, se estrena la versión de sala de «Lirio entre espinas» (15 y 16 de mayo en el Teatro Alhambra de Granada y 22 de mayo en el Teatro Central de Sevilla).
La llamamos danza contemporánea, pero ¿es necesaria esa etiqueta? ¿No debería ser contemporáneo todo lo que hacemos ahora?
A nivel de definición da un poco igual. Hay un dramaturgo, Guy Cools, que trabaja mucho con danza y dice que el término “danza contemporánea” se ha convertido en un cajón de sastre en el que se habla de experimentación y de fusión de lenguaje. Hemos entrado en la convención de que danza contemporánea es ese cajón de sastre en el que la gente se permite probar y que es el campo de prueba de todas las artes escénicas, no de la danza en sí misma. No es tan importante la etiqueta de lo contemporáneo. A mí la obsesión por la etiqueta me parece muy siglo pasado. Espectáculo, proyecto escénico, experiencia… Podríamos discutir eternamente sobre esos espectáculos de danza en los que la gente piensa que no se baila. Yo hace tiempo que he quitado el término “danza” de mi proyecto. Es Compañía Guillermo Weickert. Yo a veces me siento mucho más cercano a otro tipo de colectivos, a otro tipo de creadores que a alguna gente que hace danza y a lo mejor tengo más que ver con una editorial o con un ilustrador que con alguien que hace coreografía pura y dura.
Al final las etiquetas no son suficientes.
Pero más en nuestro tiempo, ¿no? Por un lado está el deseo y la necesidad de buscar nuevos lenguajes, nuevas fronteras, pero desde la administración y desde tantos sitios hay tanta ansiedad por categorizarte y hacer subdivisiones de arte social, experimentación, performance… Al final te das cuenta de que eso responde a una necesidad de la economía de la política mucho más que del arte. Viene del consumo, de querer contarle a la gente lo que va a ver.
Hablabas antes de esos espectáculos de danza en los que hay gente que todavía se sorprende porque se baila muy poco.
Desde el momento en que un proyecto escénico está enfocado desde el punto de vista del coreógrafo y los acuerdos y la dirección de los intérpretes van con pautas de cuerpo, entra dentro de la categoría de danza. Yo cuando hago dirección, aunque sea para hablar o para decir un texto, no hago referencia a la técnica teatral, lo hago desde la fisicalidad. Estoy haciendo el mismo trabajo aunque sea menos identificable con una coreografía. Pero en el fondo yo creo que estaría bien que desaparecieran las etiquetas.
Sin embargo esas etiquetas siguen afectando a parte del público al que parece que le asusta todo lo que se apellida contemporáneo, ya sea arte, danza…
Esas personas que dicen que no les gusta lo contemporáneo jamás irían a ver ballet clásico. También hay niveles de público y mucho público te sorprende. A veces te vas a un pueblo pequeño de Andalucía con un espectáculo de lo más vanguardista y la gente te da cien mil vueltas a la hora de ser moderno y de saber leer las cosas que estás planteando. El público entiende más de lo que nosotros a veces pensamos. Ese miedo que está ahí hacia lo contemporáneo tiene que ver con el miedo a relacionarse con la cultura en general, no con lo contemporáneo.
Mi abuela decía que cuando en Sevilla se decía “de toda la vida”, quería decir después de la Expo del 29. Para nuestra generación, “de toda la vida” significa después de la Expo del 92. ¿Somos más modernos desde entonces?
Eso va por momentos. Ahora somos más ñoños y más pacatos que hace veinte años. Lo que vino al festival de Granada de los años 80 ahora sería impensable que girara por ningún sitio de España, con gente en el escenario practicando coito anal sin preservativo. ¿Qué problema tenían con la modernidad en ese contexto? Ninguno. A 500 kilómetros de nosotros hay un pueblo pequeñísimo, Montemor-o-Novo, donde las señoras de setenta años van con sus trajes negros a ver los espectáculos más modernos de Europa y son sus opiniones las que les interesan a los creadores. En Sevilla en los últimos años se ha ido para atrás en cuanto a las artes escénicas. Si lo comparas con la época de Endanza, LaImperdible… había una actividad que ahora no hay y podías acceder a ella incluso en un bar. Era una cosa mucho más cotidiana. Se han perdido espacios, se ha perdido frescura y se ha perdido el talento de mucha gente que se ha tenido que ir fuera cuando antes estaban implantados en lo local. Por eso digo que es algo que tiene que ver con el momento. ¿Es un problema de Sevilla? Probablemente no, porque Sevilla ha tenido eso. Es un problema nuestro, que no reclamamos lo que queremos y no hacemos nada cuando nos van quitando cosas. ¿Puede volver? Pues puede volver mañana.
Con vuestro estreno de Lirio entre espinas en el Festival de Itálica tuvisteis muchísimo éxito con llenos todas las noches. Además el público salía emocionado.
Yo pienso que una de las cosas que trabajamos, y que a la gente le gustó mucho, es que propusimos como parte del espectáculo el irte por la noche al monasterio de San Isidoro del Campo y estar viendo allí mismo algo maravilloso. Es parte del proyecto artístico elegir un espacio y decidir hacerlo para un público reducido para que la sensación de estar disfrutando de esa experiencia sea algo más único. Muchas veces reducimos la experiencia global que supone ver un espectáculo sólo a lo que pasa encima del escenario, pero un espectáculo es todo, cómo lo comunicas o los artistas que conectas en distintas capas de creación.
Precisamente en este espectáculo hay una unión muy interesante de artistas de diferentes disciplinas. ¿Por dónde empieza a componerse el espectáculo?
En principio el proyecto completo era hacer un site specific en San Isidoro que incluía todo el espacio, no sólo el escénico. Me dio mucha pena que no se pudiera hacer porque el porcentaje del presupuesto que faltaba para hacerlo era mínimo, como un quince por ciento o así, pero realmente sin ese quince por ciento no se podía hacer. Este proyecto, como muchos otros que funcionan, estaba pensado de una manera más global, no sólo desde la danza. Nosotros propusimos al Festival de Itálica un espectáculo escénico que hablaba sobre el cuerpo. Ellos nos ofrecieron el teatro romano, pero nos parecía que no era el marco porque es un gran escenario, tiene mil localidades y hay una distancia muy grande. Queríamos trabajar en una distancia más corta y no hacer una sola noche, sino darle una vida más larga al espectáculo y hacer al menos seis funciones. Hablando de espacios dimos con San Isidoro y una vez que estamos allí, hablando de la historia del monasterio, surge la historia de los monjes y decidimos hacerlo a través de El cantar de los cantares y montar el espectáculo sobre el cementerio de la orden, que es el claustro de los muertos.
Y una vez que tenéis claro el espacio y sabéis por dónde va a tirar el proyecto, ¿cómo se alinean los astros para conformar ese espectáculo tan redondo con la música de Vitor Joaquim, la voz de Charo Martín y el Niño de Elche, el vestuario de Patricia Buffuna…?
Como era un espectáculo sobre el cuerpo, para mí las dos disciplinas que hablan más directamente a la percepción y al estómago, más que al intelecto, son la danza y la voz, porque no necesitas racionalizarlas para que te produzcan emoción y conocimiento. Bill Viola, que durante mucho tiempo ha servido de inspiración para la compañía, habla de este desprestigio que hay por las clases intelectuales de todo lo que viene a través de lo sensorial y habla mucho de movimiento y de cuerpo. Cuando estaba empezando a pensar en el espectáculo conozco a Charo Martín y tengo una conexión con su voz, más allá de que sea flamenco, porque encuentro el color de voz que a mí me evoca muchas cosas de la infancia, de recuerdos… Ella me habló del Niño de Elche, que por entonces estaba presentando el Vaconbacon en la Bienal de Flamenco. Fuimos a verlo juntos y a la salida le propusimos el espectáculo y él en ese mismo momento nos dijo que sí. Teniendo a ellos dos, luego sueñas con los bailarines con los que quieres trabajar. Cuando escribo un proyecto yo pongo caras y nombres y apellidos de gente que me ha tocado especialmente como Iris, Natalia y Sandro. Él llega por mi deseo en mi trayectoria de romper con la dinámica de trabajar siempre con gente que conozco muy de cerca. Necesitaba una pieza que viniera muy de lejos y él llegó a través de casualidades. Patricia Buffuna llega para hacer el vestuario porque necesitábamos contar también cuando el cuerpo se conforma como coraza. Yo a Patricia la tengo en cuenta para hacer la dramaturgia del espectáculo y antes de reunirme con los bailarines tengo con ella tres meses de proceso de creación en el que, más que producir el vestuario en sí, se crea una concepción estilística que es una manera de ver la moda, el arte… Decidimos utilizar un material y no hacer concesiones para llegar hasta las últimas consecuencias con ese material. Queríamos algo más auténtico que efectista. Gaudí decía que cuando la originalidad es buscada, se convierte en excentricidad.
En el vestuario es muy evidente, pero en general en el espectáculo hay una conexión muy fuerte con lo tradicional para sacar cosas completamente nuevas.
Modernas de pueblo, ¿no? (risas). Modernas de pueblo en el mejor sentido. Yo creo que también han influido mucho los sitios donde hemos creado. Uno de esos sitios es Montemor-o-Novo, el sitio que os he comentado donde las señoras marcan las tendencias escénicas. Si tú te alejas un poco de las grandes capitales, de los grandes focos, estás menos condicionado por el mundillo y por el gremio y eso sale naturalmente. Cuando no hay nada que te relacione con el mundo petardo del aparentar, la gente produce de un modo más natural.
Has coreografiado para otras compañías, pero dentro de la tuya es la primera vez que no bailas en un espectáculo.
Sí, es una decisión que viene de la incapacidad de orquestar todo el espectáculo desde dentro. Habría sido muy poco sensato estar dentro, porque eran más capas y más elementos que otras veces y había muy poco tiempo para que todo encajara. De todas formas el año pasado me quité la espinita, porque nos invitaron al Festival de Deltebre. A ese festival van las primeras figuras de la danza, pero a bailar en un polideportivo en ropa de chándal. El año pasado por primera vez montaron una carpa de circo en la que caben mil personas para hacer espectáculos gratuitos todas las noches, pero el presupuesto es muy bajo y no podíamos llevar el espectáculo completo, así que nos fuimos el Niño de Elche y yo e hicimos un último de Lirio entre espinas, con el material del espectáculo pero sólo nosotros dos.
En este espectáculo has trabajo con creadores de diferentes ámbitos, pero eso es algo que sueles hacer.
Sí. En 2006 Rui Horta me comisarió por Portugal para unos encuentros que se llamaban COLINA, que eran sobre colaboración en arte. Yo creo que ya lo hacía antes intuitivamente, pero de pronto me di cuenta de que mi diálogo interior como artista va en relación con la gente que está fuera. No me interesa tener un trabajo independiente de la gente con la que me relaciono, sino que me apetece construirlo en diálogo con otros artistas. Por eso también trabajo con artistas como Anna Jonsson, o con vosotros en Teatro a pelo, en proyectos que pueden parecer tangenciales o de divertimento para mí, pero que en realidad me alimentan mucho. Hay que poner siempre en cuestión el discurso propio y ponerse en manos de otros creadores. Colaborar no es hacer tu trabajo y juntarlo con el de otra persona, sino ponerte en blanco y que surja algo que ni tú ni la otra personas sabéis lo que es.
Te gusta cuestionarte a ti mismo y tener nuevas formas de crear a través de lo que bebes de tu entorno, ¿pero hay algo que sea constante a la hora de crear? ¿Hay una manera de crear para Guillermo Weickert?
No. Quizás sólo la escucha. Cuando coreografié en Rusia me encontré con problemas con el tema de la homosexualidad. Tú puedes ser activista gay en Sevilla, pero vete a serlo en Egipto o en Rusia. El cambio de contexto te da circunstancias nuevas y si te pones en contextos diferentes te van a pasar cosas distintas. Yo, haciendo un trabajo en Rusia que ya había hecho en otros sitios, me encontré con que en un dúo físico de dos hombres, que no tenía nada que ver con la homosexualidad, los intérpretes no querían hacer según qué movimientos porque podía ponerlos en una situación en la que se les identificara como gays. No es que haya que cambiar siempre radicalmente lo que haces, pero sí hay que ser permeable y adaptarte a ciertas circunstancias. Por eso la constante sería la permeabilidad y la escucha.
¿En qué momento decides montar tu propia compañía?
Si es que la compañía no es ni compañía ni nada. Una compañía es que tú mantengas un elenco y un equipo durante todo el año y eso no lo tiene hoy día nadie. Yo llevo dos años con actuaciones pero sin crear un espectáculo nuevo. Te das cuenta de que todo te obliga a seguir el ritmo que viene impuesto desde la economía y desde la política. Si quieres ser una compañía tienes que pedir subvención todos los años, si quieres pedir subvención tienes que tener tu estreno todos los años… Lo mío más que una compañía es un proyecto personal en el que a veces puedo trabajar con gente y a veces no. Para mí lo que nace como compañía es el asociarme con El Mandaíto y con Tony Hurtado y Lourdes García y pensar las cosas en equipo y no sólo individualmente, que es un ejercicio muy sano. La idea que tiene la gente de compañía no tiene mucho que ver con la realidad de ahora.
Además de tu trabajo aquí, has trabajado también mucho fuera de España. ¿Te has encontrado muchas diferencias?
Sobre todo a nivel de condiciones. En otros casos igual no tanto, pero en Bélgica por cada año que cumples te tienen que pagar más. Si yo voy a bailar en un espectáculo con un bailarín de veinte años, a mí me van a pagar más que a él. Hay una valoración de la experiencia y de la vida laboral. Yo en España nunca he tenido unas vacaciones pagadas. Eso es lo que marca la diferencia, porque a nivel de talento la verdad es que en la tierra andamos bastante sobrados y hay muchos andaluces trabajando por todos lados. Lo que pasa es que cuando te tienes que preocupar por comer, tienes menos tiempo para la creación artística. En España a la gente le entra mucho más miedo cuando eres un intérprete en activo con cuarenta años y no tienes un sistema que luego te vaya a permitir una jubilación en condiciones, como en Francia o Bélgica. Aquí hay muchas carreras que han desaparecido cuando a alguien se le ha metido el miedo entre las patas y pasa a dedicarse a la docencia o se meten en un conservatorio, que se entiende, pero esto deja vacío un hueco que es muy importante, que es el de la experiencia.
Pero parece que eso está cambiando, ¿no? A medida que los coreógrafos de los 90 se han ido haciendo mayores, es más normal ver a bailarines de más edad en un escenario y es algo que se agradece.
Para mí el objetivo sería que la mayoría de la población pensará de esa manera, pero no es así. Hay mucho pensamiento muy fascista y muy nazi entre gente que va de progre y es muy joven. Hay gente que cuando va a ver danza quiere ver cuerpos Danone y gimnasia rítmica. Pero es un poco el mismo problema del que hablábamos antes de esa gente que no se acerca a ver lo contemporáneo. Es un problema de un vacío de cultura y educación.
El actor Ramón Pons decía que las peores personas para convivir sois los cantantes de ópera y los bailarines porque lleváis fatal el paso del tiempo.
Hombre, totalmente. (Risas) Yo os voy a decir una cosa que igual no me hace muy popular entre los bailarines, pero entre coreógrafos borrachos y locos… tú echa la cuenta de cuantos hay, que a lo mejor dices “oye, la danza no es tan sana como parece o hay algo ahí a revisar”.
Bueno, en algunos sectores el porcentaje es hasta más alto, rozando el cien por cien.
(Risas) Sí, pero ¿sabes que pasa? Que yo relaciono la danza con la salud y creo que identificarla como algo saludable es parte del futuro de la danza. Aquí cualquier marca se vincula a una maratón porque se ha relacionado correr por la ciudad con salud, cuando te deja fatal las articulaciones. Sin embargo la danza, que es mucho más saludable, no ha hecho esa identificación y las marcas son más reticentes a pagar algo relacionado con la danza por que lo ven como algo más elitista.
¿Y por qué esa asociación?
Los más nazis son los del ballet, los que más transmiten esta idea de que vales o no vales, eres perfecto o eres una mierda. Blanca Li, en las audiciones del Centro Andaluz de Danza, hacía comentarios como “con esos empeines no bailarás nunca”. Directora del Centro Andaluz de Danza, muy bien pagada con el dinero de todos, pero muy madrastra Disney (risas). Celadora de cárcel de mujeres en Polonia, con la porra.
¿Cuál es el imaginario de Guillermo Weickert? ¿De dónde bebes?
Yo creo que soy un poco hijo de la Expo 92, en el sentido de que el Teatro Central tuvo una programación buenísima durante la Expo y yo me la chupé entera. Tener un buen teatro como el Central crea más escuela. También soy muy hijo del Instituto del Teatro. A mí la creación europea me interesa mucho en general, tendría que hacer una enumeración interminable. A mí me gusta todo. Yo tengo la manga súper ancha.
Acabas de dar un buen titular.
Como el titular que hicieron de María del Monte de “me gusta la mortadela, cuanto más barata mejor” (risas). A mí me interesa desde la cultura basura hasta la cultura clásica. Soy un poco cajón de sastre. Me cuestan mucho los ejercicios museísticos y las cosas hechas con conciencia de linaje. Esos montajes de ahora del Centro Dramático Nacional en los que quieren recuperar algo del siglo XVII como se haría en el siglo XVII me parecen un despropósito. No me interesan nada. No me interesan los autos sacramentales representados como se representaban en su época. Pero quitando eso, a todo le encuentro su punto de interés, desde Maldita peluquera a Meg Stuart. Además es que lo veo lo mismo, no lo veo siquiera como dos polos opuestos. Chiquito de la Calzada es Bob Wilson, eso lo tengo clarísimo.
Ojalá Bob Wilson leyera la entrevista y terminara haciendo un espectáculo basado en Chiquito de la Calzada.
Pero que lo haga en el Real y sea una ópera contemporánea que se llame No puedor. Podría ser un pelotazo.
Has mencionado antes el Instituto del Teatro, que para los que no lo vivimos por generación es algo mítico.
Y nosotros nos encargamos de que lo siga siendo. Yo creo que hay que seguir alimentando el mito, porque el Instituto para mí es la comprobación de que aquí sí se puede hacer lo que todos sabemos que hay que hacer, porque en otra época se ha hecho. El Instituto se basaba sobre todo en potenciar la propia creatividad y en que tú tomaras la responsabilidad sobre tu propia carrera, que es algo muy importante. En el momento en el que apareció el Instituto se conjuraron los astros para que se apoyara la cultura y se quisiera hacer eso.
En él empezaste a formarte como actor. ¿Cuándo empiezas a interesarte por la danza a nivel profesional?
Pues mira, una de las cosas que tenía malas el Instituto del Teatro para mí es que Stanislavski lo enseñaban fatal y en segundo se veía Stanislavski puro y duro, así que o me suicidaba o encontraba algo divertido. Como el Instituto apoyaba mucho todas las asignaturas de cuerpo, ese año Manuela Nogales se dedicó a hacer un taller de creación que duró prácticamente todo el año y en él encontré algo que me divertía muchísimo. En tercero se empezaba a trabajar desde un enfoque más físico, pero yo ahí ya había encontrado algo potente. Coincidió con que Maeso en el 95 creó los talleres de creación coreográfica, de donde han salido muchísimos bailarines y coreógrafos, una hornada muy potente de danza andaluza. Yo tuve la suerte de estar en los dos sitios.
Ya que antes has mencionado Maldita peluquera y la cultura Youtube, ¿qué nos recomiendas que veamos de danza en Internet?
Toda la filmografía de los orígenes del DV8 está súper bien. El Café Müller de Pina Bausch, aunque la grabación es perra, está muy chulo, y algunos como el Barba Azul, se pueden rescatar fácil. Jan Fabre tiene cosas muy guays en vídeo también, o La La La Human Steps, Pepping Tom, Vandekeybus, Ivo Dimchev, Giselle Vyan… Sí que hay cosas. Tenemos la suerte de que el vídeo ha hecho un buen empalme con la danza y a partir de los 90 hay cosas muy totales.
La danza tiene que mover cosas por dentro y en la improvisación que coordinaste como inauguración del Mes de Danza de 2013 nos moviste tanto que nos entraron ganas de unirnos a bailar con tantos bailarines de la ciudad.
Se nos fue un poco de las manos, aquello empezó tranquilito y terminó como la boda de Lolita. Nos parecía muy guay que fuera un despiporre. Los de danza en Sevilla hemos sido siempre muy formalitos y yo creo que hay que empezar a despiporrarse.
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Por Julio León Rocha y Fran Pérez Román // Fotos: Miguel Jiménez