Presentación Maasai Magazine

Fiesta-presentación Maasåi Magazine

Me encontraba en una situación tan anómala que intenté darle sentido contextualizándola como si aquello fuera un “problema de cuarto cerrado”. Ya saben, uno de los recursos más utilizados en la novela policíaca. Digamos que aparece un farmacéutico muerto en su rebotica. Esta tiene sólo una puerta, cerrada por dentro con llave cuya única copia se encontrará en uno de los bolsillos de la bata del cadáver. La rebotica es una estancia angosta, sin ventanas ni conductos de respiración por los que pueda acceder nadie. Un evidente caso de suicidio. Pero ciertos detalles en el cuerpo del interfecto, que el autor nos deslizará como quien no quiere la cosa, tal vez una trepanación practicada en el parietal a través de la que se ha succionado el 72% la masa encefálica, o que durante la autopsia al cadáver se le haya debido descoser la boca donde se encontraron los dos cojones del boticario, parecen querer orientarnos en la opinión de que no son el modo más rápido, eficaz e indoloro de dejar este mundo por la propia mano. Más para un facultativo con acceso libre a todo tipo de fármacos.

La fiesta de presentación de esta casa no planteaba un misterio tan truculento, pero sí múltiples interrogantes. No comprendía cómo tanta gente iba con la camisa abrochada hasta el último botón sin torcer el gesto teniendo en cuenta que dentro del bar hacía un calor digno de cualquier país tropical, por qué las gafas de que debían valerse algunos parecían todas sacadas de un catálogo de una óptica de la Seguridad Social del año 69 ni, mucho menos, podía entrarme en la cabeza que a las diez de la noche a nadie pueda apetecerle comer tarta. Me fijé que los clientes que salían del bar a fumar eran muy escasos, aparte de que nadie hablaba a gritos, negándome así la posibilidad de enterarme de conversaciones ajenas. Detectaba demasiadas notas falsas. Aquella gente, qué duda cabe, ocultaba algo. Para ilustrar mi perplejidad, pensé centrarme en misterios igualmente inquietantes, como la política de fichajes de Vlada Stosic al frente de la secretaría técnica del Real Betis Balompié. Pero eso sería adentrarnos en las tinieblas de lo irracional, en los meandros, lentos pero inefables, que conducen a la locura. Así pues, preferí acabar mi botellín, retirarme a un rincón del bar e intentar dilucidar algo más de andar por casa, como el manuscrito Voynich, un volumen en pergamino, redactado a principios del siglo XV del que, 600 años después, nadie ha podido entender una sola palabra. Para un adicto, la falta de alcohol en sangre tiene estas consecuencias. Y que cada uno piensa en lo que le da la gana.

Manuscrito Voynich

Manuscrito Voynich. Fuente: www.mondobelo.com

El manuscrito Voynich, decíamos, está redactado en una lengua y unos tipos desconocidos, escrito de izquierda a derecha. Nadie ha podido interpretar ni media palabra, ni servicios secretos, ni expertos en criptografía, ni los listos que descifraron el código Enigma, ni siquiera aquel matrimonio de pedantes que desvelaban en el desayuno la primera carta del asesino de Zodiac. El manuscrito también contiene múltiples ilustraciones: de plantas desconocidas, de constelaciones zodiacales, de otras constelaciones igualmente desconocidas y detalles de plantas con una anotación que parece comentarlas. Por último, hay una sección cachonda: tías bañándose en pelotas en una especie de tinas interconectadas, con formas de riñón, hígado y otras porquerías. El texto, a pesar de ser indescifrable, se piensa que debe de tener algún sentido porque cumple la ley de Zipf; esto es, la palabra más común de un texto aparece el doble de veces más que la segunda más frecuente, el triple que la tercera, etcétera. El número de caracteres que componen cada palabra es, a su vez, inversamente proporcional a la frecuencia con que aparecen en el texto. Esta ley, por cierto, corrobora lo que dicta la experiencia sobre las costumbres de nuestros vecinos europeos. La observación desapasionada de una terraza de Gandía una tarde de agosto nos llevará a concluir que los anglosajones son una raza degenerada que, por el bien de la humanidad, sólo merece la extinción. La ley de Zipf nos lo confirma: utilizan un monosílabo para nombrar su adjetivo más apropiado, mientras que los hispanoparlantes necesitamos nada menos que tres sílabas y ocho letras para decir lo mismo: borrachos.

Con estas características, el manuscrito Voynich es pasto de portadas en Año Cero, de especiales de Cuarto Milenio y de un rosario de noticias intrascendentes con flipados que dicen haber descubierto en él un mensaje, la mayoría de las veces, apocalíptico. Sin embargo, el pasado 13 de febrero, observando a las buenas gentes que acudieron a la inauguración de Maasåi, lo vi claro: el manuscrito Voynich lo hizo uno de estos. Un protofriki del siglo XV. Una época de cambios constantes en la tecnología, como la actual. La producción de volúmenes en pergamino, casi monopolizada por las órdenes monásticas, se había ido transfiriendo a las ciudades, a las universidades. Estos copistas (no digamos ya los ilustradores) ni siquiera necesitaban saber leer. Si no se trataba de una traducción, el amanuense podía limitarse a trabajar durante años, con frío y poca luz en invierno, escribiendo hasta la extenuación en verano, sobre un texto del que no entendía una sola sílaba. El copista analfabeto no era algo extendido, pero tampoco anómalo. Ambos, escribas e ilustradores, cuando estaban muertos de aburrimiento, se entretenían escribiendo o dibujando en los márgenes de las obras lo primero que se les pasaba por la cabeza: “hace un frío del carajo”, “gracias a Dios queda poca luz”, “líbrame de la escritura, San Cristóbal, que necesito beber algo” (un monje inglés, seguro), o bien, dibujar a una monja recogiendo pollas de un árbol, a un monje enseñándole el culo a un campesino mientras se pee y otros actos parecidos. A pesar de lo que enseña el cine, en la Edad Media no era siempre invierno, a la gente no la amamantaban con vinagre y todos cagaban, meaban, bebían, follaban y se reían cuando tenían ocasión.

Manuscrito Voynich

Manuscrito Voynich. Fuente: www.mundobelo.com

Ahora supongamos a un monje ilustrador del siglo XV, con su carácter juguetón, humor escatológico y cierto amor por el trabajo que desempeña. Ha oído que en Maguncia un herrero se ha entrampado hasta las cejas para imprimir, al mismo tiempo, varias copias de la Biblia con un procedimiento mucho más eficaz que el empleado en la xilografía. Igualmente, de China (y que todo lo barato y lo malo venga siempre del mismo sitio…) ha llegado el papel. Infinitamente menos resistente que el venerable pergamino pero muchísimo más barato y fácil de elaborar. Al pobre hombre se lo llevan los demonios. Se va a quedar sin trabajo por culpa de una máquina y unos materiales que bastardizan una labor que su orden ha preservado y perfeccionado durante siglos. Sudores fríos. Odio a toda esa chusma que lo que quiere es leer sin importar la calidad del soporte. Es la Javier Marías attitude con seis siglos de antelación. Así que idea su venganza. En todos estos años en el scriptorium ha podido contemplar innumerables Apocalipsis. Se da cuenta, como hombre culto que es, de que eso se lo puede contar al porquero para acojonarlo, pero en realidad no hay quien se lo crea. Sólo lo pudo componer una mente enferma carcomida por la culpa, como se lee en “El péndulo de Foucault”. San Juan estaba muy tocado de la cabeza por aquella vez que, en compañía de sus colegas Marcos, Lucas y Mateo, hicieron la apuesta de contar todos la misma historia a ver cuál de las cuatro gustaba más. Pero se les fue de las manos y mira en el berenjenal que estamos metidos desde hace quince siglos, que ni follar puedo por haber sido ordenado. Decide hacer lo mismo que aquellos cuatro. Decide, en un rapto de lucidez, que llenará páginas de plantas fabulosas, como si de un bestiario botánico se tratara. De constelaciones, primero las reales, después, animado, otras que nunca ha observado en ningún sitio, amalgamando elementos de unas y otras. Y tías. Tías a punta pala. A ver si el herrero alemán puede imprimir tantas tetas y culos con su mierda de máquina con la misma verosimilitud como voy a dibujarlas yo. Por último, asqueado por ese futuro que ve avecinarse en el que cualquiera pueda leer, interpretar e incluso censurar lo que se encuentra en la Escritura, en los poetas paganos, en los filósofos de la antigüedad, urde la venganza perfecta: nada de lo transcrito tendrá sentido. Años de copiar en griego o sirio, sin entender una palabra de lo que escribía, lo han entrenado para este cometido.

Tiene fallos, claro que los tiene, pero no dirán que la hipótesis no mola. Al final, el monje hasta cae simpático. Los locos, los inadaptados, los que temen a un futuro en constante cambio y se construyen su garita donde resistir no pueden caer mal. Mira tú por dónde, lo del Diseño no va a estar tan mal. A pesar de que coman pasteles a deshora.

Por Pep Llop

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