En la movida, instalación audiovisual –llámalo como quieras– imaginada por la creadora y actriz Verónica Morales para el feSt 2018, a caballo entre el arte de acción y la mediación social, una merienda ideada por y para féminas se convirtió en una pequeña gran metáfora de la revolución feminista. En un lugar tan apabullante, tan luminoso como gélido, como es la Real Fábrica de Artillería de Sevilla, en el corazón del barrio de San Bernardo, el fuego de ‘Coñazo’, denominación de este artefacto escénico sinestésico, irradió calor desde un espacio reservado solo para mujeres las tardes del último sábado y domingo de abril.
No había caballeros para retirarnos la silla en este ágape, no. Consistía tan solo en parar un instante. Sentarse. Dedicarse tiempo. Mira a las otras y mirarse a sí misma. Tan trasgresor como eso. Roscos, bizcochos y frutas para reponer fuerzas y pegar un gran puñetazo sobre la mesa: ¿se enfadarán los hombres por no tener hueco en este festín? No se trata de que nosotras volvamos a hacerles hueco, porque nunca se lo hemos negado, se trata de que, de una vez por todas, dejen que ocupemos el lugar que nos corresponde.
La algarabía y la cháchara de la madre de Verónica, de las tías, de las primas, de las vecinas del barrio de Pino Montano donde se crió la artista, retumbaban en esta antigua factoría. “Esas son las manos de mi madre”, me decía la chica que estaba sentada a mi derecha, envuelta en lágrimas desde el minuto uno en que empezó la magna convivencia. “Yo me he criado ahí, aunque ahora vivo lejos”, apostillaba entre jipíos. Esas mujeres silenciadas, las que cuidan, todas sus historias y anécdotas son los elementos principales de la pieza sonora grabada días antes en el barrio, y se orean por las naves de la fábrica como las sábanas blancas, impolutas y reflectantes, que habitualmente tienden al sol en sus azoteas.
Todo, en el contexto de un festival de artes escénicas para un público de todas las edades. Ese público pegaba la oreja, pedía chocolate (en el caso de los más pequeños), quería sentarse a la mesa, aunque fuera hombre y pusiera bien claro “espacio reservado para mujeres”. Era difícil conformarse con observar, pero se veían caras de estupefacción cuando algún miembro de la merendola se desnudaba mostrando retales de su intimidad.
Cada silla de esta mesa de comunión, por cierto, procede de uno de los pisos del bloque. Me lo comenta mi compañera de fatiguitas performáticas. Ser artista no es nada fácil y hay comensales de esa mesa (yo misma) que al principio morimos de vergüenza. En el transcurso de esta acción, os prometo que las sillas te chillaban, se tambaleaban, te transmitían el cansancio, el dolor de espaldas rotas por limpiar mierda (la tuya y la de otros), planchar, cocinar, zurcir calcetines y rematar bajos de pantalones. Te contaban historias de muchas noches insomnes y mañanas zombis de mandaos y carreras al mercado de estas señoras. Intuyo que cada una de estas sillas está ahí como símbolo de la camaradería, de complicidad, de ese abrir las puertas y ventadas y darle lo poco que tienes a la vecina. En definitiva, de la sororidad, sustantivo ahora viral que lleva años ejerciéndose bajo la figura popular de la comadre.
En este banquete sobrevolaba, además, la nostalgia de aquel tiempo en que había tiempo para todo. Horas que pasaban lentas y en las que la plaza era el lugar natural de encuentro en el que la comunidad de vecinos cobraba vida y vibraba. Pedían paso también la confusión, la desorientación, el enfado, las vergonzosas estadísticas de nuestras asesinadas, los gritos de la mujer a la que quizás le estén dando una buena somanta de palos en el piso de enfrente. Porque todas creemos en ti, hermana, y nos dueles.
Verónica Morales quiere con esta propuesta crear una nueva mística, dotarse de un nuevo armazón sentimental y cognitivo para aprehender su realidad y la de las personas que la rodean, de forma cooperativa y desde las entrañas, desde la imaginación de nuevas deidades femeninas. Desde la lucha, la abundancia y los cuidados. Desde la visceralidad más pura de quien no tiene miedo a la pornografía emocional, en el tiempo de la corrección política y el marketing personal.
La energía de ‘Coñazo’, la cosmovisión que lleva tiempo configurando esta creadora, mutó en el contexto de la iniciativa ‘La creación. El paisaje de la tormenta’, en esta edición del FeSt, en una reverberación salvaje que se propagaba por las imponente bóvedas de ese antiguo edificio industrial. Un mantra que te poseía. Algo que fue capaz de conducirnos de la rabia contenida al estallido general, para pasar a un gran abrazo final.
La artillería pesada de la comadre palpitó en esta pieza, en ‘Coñazo’, como una gran vagina a punto de parir. Estas fueron las primeras contracciones de un parto artístico en proceso que sin duda irá acumulando afectos, filias y fobias, pero del que merece la pena integrarse como una diminuta célula que permita pegar el estirón a ese innovador organismo cultural vivo que ya es. Sirva este texto como pequeña mirilla amorosa para que puedan asomarse los que no vinieron ¡Larga vida al coñazo de la comadre!
Equipo.
Lorenzo Soria
Carolina Cebrino
Carolina Chiribita
Mauri Buhigas
Manuel Terceño
Diego Caro