Ya no toreo ni tampoco me lo creo.
Hasta que Instagram LLC –en adelante “Instagram”- no arregle el problema de compatibilidad del software OpenGL ES2 con los Samsung Galaxy Ace a partir de la versión 1.0.5, no puedo subir fotos. Por si no nos conocemos, sí, para mí supone un trauma. Pero si eres de los que dicen que cuando la vida te da limones hay que hacer limonada, debes aceptar que si la vida te da problemas tienes que volcar tus quejas en una columna de opinión. Y yo tengo una ✌.
Para mí, Instagram era la herramienta definitiva para ejercitar la creatividad y ampliar la cultura visual. Me obligaba a fijarme en todos esos detalles instagrameables que de otro modo hubieran pasado desapercibidos y compartirlos con el mundo. Otra cosa es que el mundo esté interesado en, por ejemplo, la belleza de una lata de Coca-Cola Zero tirada en el suelo cuando recibe los últimos rayos de sol un miércoles por la tarde en la Cartuja; Los perritos calientes de Desayuno Delicioso -mi ídolo-, los moais anónimos y las calaveras siniestras que enseñan los dientes, también anónimas. Las pintadas del colectivo Safary y de Empty y de Miami y de Seleka y de Osier y del poeta callejero enmascarado que escribe cosas como: “Aquí no hay obras de Zelayeta. Qué lástima.» o “Anoche soñé contigo, con tus zapatitos verdes; Si no vienes a por trigo, no sabes lo que te pierdes». Y esto solo en Sevilla.
Lo único que me queda ahora es el botón de megusta. Sin quererlo, me he convertido en un mirón digital de la vida de los demás, sin ser yo nada de eso. Sin poder participar. Desde el otro lado de la barrera, las cosas se ven distintas. Siento el mismo desinterés que cuando veo deporte por televisión o porno. Peor aún: he podido comprobar que casi todo lo que se sube a Instagram es porno. Porno de atardeceres, porno de de comida, porno de ropa, porno de parejas felices y a veces hasta porno porno.
Existe la posibilidad de reportar contenido inapropiado, pero dudo mucho que se esté usando bien, porque ¿qué es inapropiado? Yo odio los tartares de atún, y cuando a la hora de comer veo dieciocho tipos distintos de tartar en mi timeline, puede que sienta la tentación de usarlo, pero soy una persona adulta y responsable y me controlo. Como yo he decidido seguir a esta gente, está en mi mano comentar: “Qué buena pinta, espero que no tenga anisakis ;)” en cada una de sus fotos. O dejar de seguirles. Habiendo una opción para dejar de seguir, no es necesaria otra que censure.
Este sistema fue impuesto por Facebook después de la absorción, porque Mark Zuckerberg estudió en Massachusetts y en la Costa Este, a pesar de que tengan el MIT y todos los avances tecnoguays y redes de entrepreneurs del Universo, se lleva mucho el neopuritanismo. Los padres de Mark todavía no se han enterado de que lo creó para conocer a sus compis de clase, porque seguramente no se atrevía a hablarles en persona.
Parece lógico que si Facebook fue concebido para hablar con gente sin conocerla, Instagram se utilice para espiarla sin verla. Igual que Tippi Hedren se desnudaba cerca de una ventana para que el Hitchcock la dejara en paz, nosotros aceptamos gustosamente ponernos en el escaparate en que se han convertido las redes sociales. Incluso las más serias. Linkedin, por ejemplo, es el Barrio Rojo de Internet. Behance es lo mismo pero para diseñadores gráficos; Una interfaz mucho más bonita, sin que exista ninguna diferencia conceptual. Y así sucesivamente.
En conclusión, tengo muchas ganas de recuperar mi Instagram para volver a subir fotos de street art, porque yo no sirvo para ser estrella del porno. A lo mejor por eso tengo menos de doscientos seguidores. Por cierto, soy @esteesfelix. Encantado de conocerte.
Por Félix Domínguez // Ilustración: Pablo J. Rodríguez